Antonio Álamo

Antonio Álamo


Robin Hood

14/04/2022

A punto de que el uso de las mascarillas en recintos de interior pase a mejor vida parece ya momento adecuado de dar por finalizada aquello que las autoridades denominaron nueva normalidad. O normalidad, a secas, sí, porque hubo un instante en el que la ciudadanía ya no sabía a qué atenerse ni cuál era la nueva normalidad, cuál la vieja normalidad o cuál la normal normalidad. Solo sabía, sabíamos, porque así se indicó, que había que usar mascarillas y que era aconsejable asomarse a las ventanas a las ocho de la tarde y aplaudir para homenajear, en teoría, al sector sanitario. El resto ya es conocido: nuestro espíritu libre nos aconsejó añadir cazuelas y badajos, produciendo así un ruido tan ensordecedor -superior al de los tambores de Calanda en estas fechas de Semana Santa- que ha logrado espantar al virus. En resumen, que gracias al esfuerzo colectivo volveremos a conocernos en breve. Los rostros, claro.
De momento a quien ya conocemos bastante bien es a los dos ciudadanos que, gracias a su labor de intermediación en el suministro de mascarillas a una institución pública, han hecho una fortuna. Uno es un aristócrata y el otro es un ciudadano de los de a pie, de los de aplausos, cacerolas y badajos. Las dos Españas. La labor de ambos en estas operaciones ha originado un malestar comprensible y justificado, sobre todo entre quienes por necesidades económicas pasaron apuros para adquirir tales adminículos higiénico-sanitarios. Según uno de los comisionistas, sin embargo, que los fiscales se hayan fijado en ellos se debe a que son de izquierdas.
Este espectáculo bochornoso, y cruel para quienes estaban agobiados por el excesivo precio de las mascarillas, se lo hubiera evitado el país si los controles públicos no llegan a fallar. O si realizaran su labor con más rigor y seriedad. Habrá quien justifique tal pillaje a las arcas públicas pero que no se sorprenda si apaños como este originan una leyenda como la de Robin Hood aunque en versión española. Aquel robaba a los ricos para dárselo a los pobres. Aquí dan el palo a la Administración pero no se lo regalan a los pobres ni a quien lo necesite… han convertido a Torrente, el impresentable detective que encarna Santiago Segura, en un santo varón.

ARCHIVADO EN: Santiago Segura, Virus