Arde Villamuriel

José María Nieto Vigil
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/ Palencia durante la Guerra de las Comunidades

Arde Villamuriel

Finalizaba el mes de agosto en los agostados campos de Castilla y, con él, los sucesos acaecidos en el reino castellano sellaban el camino de perdición de la Comunidad sublevada contra su rey, el ya elegido –no proclamado- emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, Carlos V. Ya no había vuelta atrás y, la notoria gravedad de los acontecimientos hacía presagiar, como no podría ser de otra manera, el postrero final de los insurgentes, ahora elevados al grado de traidores. Se habían traspasado todos los límites que su Cesárea Majestad estaba dispuesto a aceptar sin tomar las medidas y represalias que, posteriormente, serían dispuestas y ejecutadas.


Los meses de agosto y septiembre fueron definitivos para consolidar la revuelta, convertida en una verdadera subversión que alteraba, no ya la estabilidad política y social del reino, sino que suplantaba el orden legal vigente. Desde el 1 de agosto de 1520, convocada desde Toledo el 17 de julio, las Cortes y la Junta General del Reino –órganos rectores de la Comunidad- iniciaron su andadura política. En un principio, de las dieciocho ciudades con derecho a voto en las Cortes, solamente Toledo, Segovia, Salamanca, Toro, Zamora y Ávila, participarían en las sesiones desarrolladas, inicialmente, en la sala capitular de la catedral abulense, luego trasladadas al ayuntamiento. En septiembre serían trece las ciudades representadas en la nueva asamblea comunera. A las ya señaladas se sumarían: Burgos, Soria, Valladolid, León, Cuenca, Guadalajara y Madrid. No acudirían Sevilla, Jaén, Córdoba, Granada y Asturias, Galicia y Extremadura –representadas como un solo voto-. Jaén, como Murcia, sí habían enviado representantes para la redacción de los ‘Capítulos del reino’ o Ley Perpetua.


Tras el desafortunado y negligente incendio de Medina del Campo (21 de agosto), a manos de las tropas realistas comandadas por Antonio Fonseca (1503-1557), la fuerza del rey cedía terreno ante la acometida de los comuneros. Adriano de Utrecht (1459-1523), regente del Reino de Castilla, hubo de refugiarse en Medina de Rioseco, lugar de señorío del IV almirante de Castilla, Fadrique Enríquez de Velasco (1460-1530), hombre de probada lealtad al emperador. En Burgos, muy a duras penas, el III condestable de Castilla, Iñigo Fernández de Velasco y Mendoza (1462-1528), conseguía mantener leal a la ciudad. La impotencia del poder realista impedía dar una respuesta política y militar eficaz a los sublevados. El hundimiento de autoridad real era casi total y absoluto. Los virreyes se encontraban desbordados ante la evolución y desarrollo de la sublevación en las ciudades insurgentes. De todo ello, tendría cumplida cuenta el rey a través de las permanentes comunicaciones que recibía de sus regentes. Los servicios de información y espionaje de la corona se mantuvieron muy activos durante el conflicto y su eficacia, notablemente decisiva, fue determinante a la hora de depurar responsabilidades e instruir causas y procesos posteriores. 

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Desde el 19 de septiembre, la incipiente Junta General creada se asentaría en Tordesillas, junto a la reina Juana I de Castilla (1479-1555), a la que de manera infructuosa pretendieron involucrar en el levantamiento ya consumado y efectivo. El 26 de septiembre, la Comunidad publicó un manifiesto por el cual se desposeía de toda capacidad política al Consejo Real. Era un paso más en su enfrentamiento al omnímodo poder imperial. El éxito, por el momento, parecía acompañar a los comuneros, aunque pronto se iría desvaneciendo el sueño de libertad al que se aspiraba. Las divisiones internas en el seno de la Comunidad se irían manifestando a lo largo del otoño de 1520, mientras tanto, los realistas se reorganizaban.


No obstante, el principal y más relevante desafío lo constituiría la redacción y promulgación de la Ley Perpetua de la Junta de Ávila. Fue aprobada por una Junta extraordinaria de procuradores, no convocada por el rey –suponía toda una afrenta-, que se pretendía imponer al soberano sin que éste pudiese modificarla. Tampoco lo podrían hacer las tradicionales Cortes ordinarias. Fue redactada en Ávila, en agosto, y promulgada en Tordesillas, en septiembre. Para muchos constitucionalistas e historiadores fue considerada la primera Constitución democrática. Personalmente, me parece excesiva tal afirmación aunque, sin lugar a dudas, se pretendiera el sometimiento del rey al poder del pueblo, ejercido a través de sus representantes, la abolición de privilegios de nobles y la independencia de la justicia. Los 118 capítulos (artículos) que contenía dicho ordenamiento, pretendían modificar la organización del Reino de Castilla en muchos y muy diversos aspectos, eso sí, sin sustituir a la monarquía. No se aspiraba a implantar ninguna república, siguiendo el ejemplo triunfante de las repúblicas italianas (Milán, Génova, Florencia y Venecia).


PALENCIA. La ciudad de Palencia, como tal, no estaba representada en las Cortes del Reino de Castilla a través de los procuradores, dado que se trataba de un lugar de señorío episcopal sometido a la jurisdicción del obispo de Palencia. En situación similar se encontraba Magaz, Villamuriel, Villamartín, Villajimena, Villalobón, Grijota, Mazariegos, Santa Cecilia del Alcor y, desde la prelatura de Sancho de Rojas (1406-1415), se sumaba el condado de Pernía. Juan II (1405-1454), incrementaría los beneficios de los mitrados palentinos cuando en 1410 les concedió dicha jurisdicción condal. Su capital era San Salvador. Dicho esto, como todos los prelados, su presencia política en los órganos de gobierno del reino era notable, de hecho, asistían con normalidad a las sesiones de las Cortes por razón de dignidad eclesiástica, amén de ostentar numerosos cargos políticos y ser miembros del Consejo Real, o del Consejo privado del monarca.

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El 15 de marzo de 1520 fallecía el titular de la Diócesis de Palencia, Juan Fernández de Velasco, y los comuneros habían procedido a proclamar como nuevo obispo a Antonio Osorio de Acuña (1453-1526), obispo de Zamora y aguerrido comunero, considerado intruso e ilegítimo por la Iglesia católica oficial y nunca reconocido por Roma. El emperador, muy consciente de la grave situación, presionaría al entonces papa, León X (Giovanni di Lorenzo di Medici. 1475-1521), para que se nombrara como obispo a Pedro Ruiz de la Mota y Orense, su amigo, confidente, consejero y estrecho colaborador. Era el 4 de julio de 1520. 


El nuevo prelado era un hombre de demostrada lealtad al rey y miembro de su círculo más cercano y privado. Muchas fueron sus responsabilidades desempeñadas y los nombramientos acumulados: obispo de Badajoz (1516); presidente de las Cortes de Valladolid (1518) y de Santiago y La Coruña (1520); Secretario de Estado de facto, aunque sin nombramiento (1517-1522); arzobispo de Toledo (1521); así como una amplísima trayectoria en Flandes, antes de la proclamación de Carlos de Gante como rey de Castilla –participó en las embajadas enviadas a Inglaterra y Francia; miembro del Consejo de Flandes; o capellán y limosnero del futuro soberano-. Junto a Guillermo II de Croy (1458-1521), señor de Chievres; su sobrino, Guillermo de Croy (1497-1521), obispo de Coria y luego arzobispo de Toledo; Jean Le Sauvage (1455-1518), Gran Canciller de la Casa de Borgoña; Mercurino Arborio di Gattinara (1465-1530), Gran Canciller y cardenal, y Adriano de Utrecht, se le puede considerar el hombre de mayor confianza de toda Castilla del inexperto soberano. Tanto es así que acompañaría al rey durante su primer viaje a España (1517); durante su proclamación imperial en Aquisgrán (23 de octubre de 1520); durante su segundo viaje de retorno a Castilla (1522); también formando parte del séquito real mientras llevó a cabo su periplo por Aragón y Cataluña (1517-1520), para ser coronado rey de Aragón. El 28 de enero de 1519 juraba los fueros aragoneses, en Lérida. El 16 de abril repetiría el juramento en Barcelona. Para entonces ya había sido jurado por los tres estamentos como rey de Navarra (1516) - antes de su llegada a España-, a petición del entonces virrey, Antonio Manrique de Lara (1466-1535), II duque de Nájera y III conde de Treviño.


 Su hermano, Garcí Ruiz de la Mota y Orense (¿?-1544/1545), alcalde mayor del Adelantamiento de Castilla por el partido de Burgos, señor de Otero de Guardo, procurador por Burgos en las Cortes de Santiago y La Coruña (1520), había recibido el nombramiento de alcaide de la fortaleza de Magaz –la única que se mantendría firme durante la acometida de la campaña del obispo Acuña en Tierra de Campos- y de Villamuriel. Él, en nombre del obispo de Palencia, tomaría posesión del obispado, el 23 de agosto de 1520, siendo objeto de la violencia comunera, junto a los canónigos que habían apoyado el nombramiento de Pedro Ruiz de la Mota. Su labor fue muy importante en la defensa de los intereses realistas, dado que, desde Magaz, realizaría exitosas operaciones militares que impedían el aprovisionamiento de la Comunidad palentina. Durante el 23 de enero de 1521, evitaría la toma de la fortaleza de Magaz por parte de las aguerridas milicias del obispo comunero.

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Lo cierto es que, jamás el nuevo obispo pudo estar presente en Palencia, puesto que estaba ausente de España acompañando al rey en su viaje para su coronación imperial. Cuando el emperador retornó a Castilla (Santander 28 de julio de 1522), llegó gravemente enfermo. Moriría, en Herrera de Pisuerga, el 20 de septiembre del mismo año.


Las relaciones del Concejo de Palencia con el obispo de la Diócesis fueron especialmente tensas -incluso muy violentas-, a lo largo de los siglos precedentes. La razón era el difícil equilibrio de poder existente entre la administración local y el poder del señorío episcopal, que disfrutaba de amplísimas prerrogativas. La población prefería ser lugar de realengo antes que lugar de señorío eclesiástico. Los enfrentamientos fueron habituales y frecuentes, es por eso que Villamuriel, con su palacio-fortaleza, se había convertido en un lugar idóneo para la residencia y refugio habitual de los prelados en tiempos convulsos, también en momentos de descanso y de trabajo episcopal. 


A finales de agosto de 1520, los ánimos estaban muy caldeados en la ciudad de Palencia. El nombramiento del nuevo obispo, muy allegado y servil al monarca, y el incendio de Medina del Campo habían espoleado los ánimos en favor de la Comunidad. Por aquel entonces era el corregidor Sebastián Mudarra (realista), que poco o nada podía hacer para controlar los ímpetus de los comuneros. Se había destituido a los regidores nombrados por el anterior obispo y se procedió al nombramiento de los nuevos, por supuesto adeptos a la causa. Eran: Francisco Gómez Delgado, Juan de Salazar, Lorenzo Herrera, Francisco de Villadiego, Francisco Gómez de Lamadrid, Pedro de Haro, Andrés de Villadiego, Fernando de Palenzuela y Juan de San Cebrián. Desde el 27 de agosto celebrarían sesiones ordinarias junto a los diputados nombrados por la población y los representantes designados por el Cabildo catedralicio, a la sazón canónigos (Pedro de Fuentes, Gregorio del Castillo y Diego de Espinosa).


Vencía agosto y, el día 30, Palencia facultaba a Andrés de Villadiego y el licenciado Esteban Martínez de la Torre, como delegados enviados a la Santa Junta, a Valladolid, en nombre de la ciudad de Palencia. No obstante, la incertidumbre, la indecisión y el temor a las represalias atenuaban los afectos de la población. No podemos olvidar la presencia en Magaz –a 12 kilómetros- de Garcí Ruiz de la Mota, siempre dispuesto a hacer valer el poder real, y la situación estratégica de la ciudad, muy comprometida por la intimidación militar del almirante de Castilla, bien protegido la cercana ciudad de Medina de Rioseco –a 56 kilómetros-, Fadrique Enríquez de Velasco, que también acogía al regente del reino, Adriano de Utrecht, y la no menos agobiante amenaza del condestable, Iñigo Fernández de Velasco y Mendoza, aposentado en Burgos –a 92 kilómetros-. Tampoco podemos dejar de citar a Alonso Pimentel y Pacheco (¿?-1530), V conde y II duque de Benavente, bien guarnecido en la localidad zamorana, situada a algo más de cien kilómetros. Así pues, los realistas infundían, cuando menos, respeto y temor. No obstante, lenta y progresivamente, a lo largo de los meses otoñales, comprendidos entre septiembre y diciembre, Palencia se decantaría de manera ferviente a favor de la Comunidad.


Villamuriel (Villa Moriel) (Maurellus). A unos siete kilómetros de Palencia se encontraba Villamuriel, lugar obispal desde que, Alfonso VII de León (1105-1157), ‘el Emperador’, donara al obispo de Palencia, en 1141, Pedro II (1139-1148), la ciudad y la villa del Cerrato. Hasta entonces se encontraba dentro del Alfoz de Dueñas. Esta donación sería confirmada durante el reinado de Alfonso VIII de Castilla (1155-1214), ‘el de Las Navas’, en 1177, a favor del entonces prelado, Raimundo II (1148-1184). Posteriormente, en 1351, sería ratificada por Pedro I (1334-1369), ‘el Cruel’ o ‘el Justiciero’, al mitrado Vasco Fernández de Toledo (1343-1353). 


Durante el obispado de Arderico (1184-1208), se inician las obras de construcción de la iglesia de Santa María La Mayor y el palacio episcopal-fortaleza de Villamuriel. Desde entonces se convertiría en la residencia estival y lugar de retiro de los prelados de la diócesis palentina. La obra, excepcionalmente monumental, imponente y majestuosa, sería continuada por el prelado Tello Téllez de Meneses (1208-1246). A Pedro de Castilla de Eril (1440-1461) –nieto de Pedro I - como obispo titular de Palencia, se le atribuye la construcción de la sólida torre, la ejecución de gran parte del palacio, adosado al lado sur de la iglesia, y la finalización de la misma. Nos encontramos en la segunda mitad del siglo XV.


 En un principio, antes de la construcción del palacio-alcázar, los obispos ocupaban las estancias de los tres pisos de la torre de la iglesia de Santa María de Villamuriel, pero estas eran extremadamente pequeñas y de incómodo acceso a través de una escalera de caracol interior. Es por esta razón por la que se decidió ampliar el espacio habitable, construyendo diversas habitaciones encima de las naves laterales, desde los pies de la nave al crucero del templo. A estos aposentos se accedía desde el segundo piso de la torre. De esta manera se resolvió el problema del espacio, la comodidad, la seguridad y el de una mayor dignidad y distinción requerida.


Villamuriel era el punto de recepción y llegada de los nuevos prelados, antes de la toma de posesión de su cátedra en la Santa Iglesia Catedral de San Antolín, en la capital diocesana. Su importancia sería aún mayor después de la destrucción del alcázar-palacio de Palencia, el 12 de julio de 1465, a cargo de los vecinos, consecuencia de las enconadas disputas mantenidas con el señor episcopal. En aquel entonces era prelado Gutiérrez de la Cueva (1461-1469), hermano de Beltrán de la Cueva (1435-1492). Esta trágica circunstancia provocó que, por mayor seguridad, los obispos palentinos prefirieran el palacio episcopal de Villamuriel como lugar de residencia, incluso trabajo, y de seguro resguardo, antes que vivir en las casas capitulares que poseían en la ciudad. Este sería el caso de Gutiérrez de la Cueva; Diego Hurtado de Mendoza y Quiñones (1471-1485); Alonso de Burgos (1485-1499); Diego de Deza (1500-1504); Juan Rodríguez de Fonseca (1504-1514) y Juan Fernández de Velasco (1514-1520), todos ellos obispos. Durante este periodo, 1465-1520, el único obispo que no residió en ella fue Rodrigo Sánchez de Arévalo (1469-1470) dado que desarrollaría su carrera eclesiástica en la curia romana, especialmente dedicado a cuestiones diplomáticas vaticanas durante el pontificado de Paulo II (1464-1471).


El estupendo templo de Santa María, de estilo románico cisterciense, transición del románico al gótico, es una obra excepcionalmente bella, de espléndida fábrica en sillería, de aspecto monumental y presencia imponente, sólida, regia y señorial, proyectando un poderío radiante de exultante rotundidad defensiva. Esta función militar es muy evidente desde el exterior, visible, por ejemplo, en los tres torreoncillos que se alzan, uno sobre la nave norte del crucero, los otros dos sobre el muro frontal de la capilla central, defendiendo la puerta principal del norte y vigilando la vega del Carrión. Su torre cuadrada, con tres pisos de troneras, es espléndida A mí, particularmente y sin demérito del resto del edificio, me cautiva el espléndido cimborrio octogonal asentado sobre la bóveda radial. Declarada, en 1931, Bien de Interés Histórico-Artístico, fue objeto en 1520 del ataque y destrucción de las gentes levantadas contra su nuevo señor, Pedro Ruiz de la Mota, aprovechando la fragilidad del poder episcopal y del poder real que, como ya he señalado, se hundía ante los acontecimientos de la ya consumada insurrección comunera.


 La parte alta de la torre de la iglesia, así como el anexo alcázar y residencia obispal, fueron demolidos e incendiados. El Consejo Real, asentado en Palencia en agosto de 1522, durante los procesos judiciales instruidos, estimó el valor del daño causado en veinte mil ducados de oro, equivalente a 7.500.000 maravedís. En 1523, Antonio de Rojas Manrique, obispo de Palencia (1524-1525), perdonaría a los comuneros palentinos los daños causados durante la Guerra de las Comunidades, a cambio recibiría 925.000 maravedís, cantidad utilizada en la reconstrucción de la torre y de la nueva casa-palacio episcopal. Del primer palacio quedan algunos vestigios en el lado SE del templo, sobre todo. Especial mención merece el arco de la que podría ser la entrada principal y una tronera buzón para su defensa. También destacan las dos puertas cegadas que darían acceso a la iglesia, desde el claustro o las habitaciones del convento –antiguo monasterio templario-. El paso del tiempo, la Guerra de la Independencia (1808-1814), y los diferentes procesos desamortizadores efectuados desde finales del S. XVIII hasta comienzos del S. XX, sobre todo la Desamortización de Pascual Madoz (1854-1856), arrasarían paulatinamente el nuevo palacio-fortaleza.

 

Sucesos.  Dos factores determinan el ataque sufrido: de un lado, el incendio de Medina del Campo a manos de los realistas; del otro, el rechazo a la autoridad del nuevo obispo, ausente del Reino de Castilla. Lo cierto es que la protesta antiseñorial y el creciente fervor comunero se entremezclan en la animosidad de los asaltantes. Las disputas de los vecinos de Palencia con el obispo, también de los de Villamuriel, eran constantes y continuadas desde muchos años atrás. El momento se presentó propicio, ante la falta de defensa armada que no ofrecía la fortaleza-palacio de Villamuriel, puesto que Garcí Ruiz de la Mota, encargado de su guardia y custodia, se encontraba acantonado en la fortaleza de Magaz, de la que era alcaide.


Iniciado el mes de septiembre, desde Villamuriel se había suplicado una Provisión Real por la que se demandaba que la tenencia de las fortalezas de Magaz y Villamuriel, en manos de los alcaides designados por Su Majestad, fuera potestad de las autoridades locales. Así se había dado traslado a Valladolid, a Adriano de Utrecht, a través de los emisarios designados a tal efecto, Florián de Villegas y el Licenciado Lorenzo Herrera, y al Regimiento de la ciudad de Palencia (13 de septiembre). Tres vecinos de Villamuriel, Diego de Calabazanos, Diego del Barrio y Juan Conde, fueron quienes elevaron sus quejas en Palencia. Argumentaban la total desprotección de la fortaleza durante la noche, provocando la enorme inseguridad que ello conllevaba. Por otra parte, consideraban que de su responsabilidad había de hacerse cargo alguien más cercano al pueblo y que fuese designado por sus vecinos. Sus demandas no fueron tomadas en consideración. 
El día 14, la campana concejil de Villamuriel toca rebato. Los vecinos, según era costumbre, acuden prestos y armados para defender la villa de un eventual e inminente peligro. La vía pública rebosaba de vecinos alterados, alarmados y preocupados. La calle Mayor, Del Peso y Don Sancho eran un hervidero de gentes desairadas y contrariadas. También se personaron regidores y diputados. Ante la Casa-Ayuntamiento, la muchedumbre se debatía entre tomar la fortaleza episcopal o proceder a derribarla.


 Ante la notoria gravedad de los acontecimientos, el corregidor de Palencia, Sebastián Mudarra, convoca al Regimiento y a los letrados para tratar de proceder conforme a la legalidad e informar de la precaria situación. Acuden el licenciado Fernando de Palenzuela, Espeso, Reinoso, el bachiller Bernardino de San Román y el licenciado Esteban Martínez de La Torre, que venía desempeñando de facto las funciones de teniente del corregidor.


Crecían los rumores, los ánimos se caldeaban y los debates y discusiones se sucedían en el Regimiento palentino. Esta situación exasperó a las gentes de Palencia que, armados con coseletes –coraza ligera, generalmente de cuero- y picas, decidieron invadir la Casa-Audiencia. Las demandas eran claras: se exigía la toma de la fortaleza -incluso que fuese derribada- y, que en tal empeño, fuesen acompañados por los regidores. Estas demandas, esperando tomar la mejor y más pacífica decisión, fueron desatendidas nuevamente. Se exhibió una Cédula Real sobre la ayuda solicitada, rechazada de inmediato por los insurgentes, por ser del rey y no de la reina Juana I. Ante este desorden, se les demandó que abandonaran la sala. En tanto, Reinoso, antiguo regidor episcopal, se manifestó profundamente contrariado, denunciando la alteración del orden público de los sublevados. De todo ello tuvo conocimiento la multitud, que había tomado la calle y pretendía capturar a Reinoso, lo que le obligó a ponerse primero a resguardo y depués a huir de manera sigilosa.


 Se corrió la voz de que el Regimiento había dispuesto que se impondrían severas sanciones –seis meses de cárcel a quienes sustrajeran madera, leña, vigas o cualquier otro bien del soto propiedad del obispo-. En tanto, se determinó que el corregidor, los regidores, el séquito municipal y Don Diego de Castilla, capitán de la ciudad y de Sus Altezas, se personaran en Villamuriel a fin de impedir los propósitos de los insumisos. Cuando llegaron nada podía hacerse.
Previamente, el gentío agolpado se sentía engañado, de manera que fueron camino de Villamuriel decididos a cumplir sus amenazas. Allí de nuevo repicaron las campanas (Deus ex machina –Dios convoca a través de la máquina (campana)-, dando comienzo al fatal desenlace. Se procedió al incendio de la casa episcopal y al derribo de parte de la torre de la iglesia de Santa María. También se instó al vecindario a saquear el soto de Santillana –también propiedad del obispo-. Se procedió, de manera inmediata, a talar, quemar y apropiarse de troncos para las vigas. El daño causado fue devastador: el palacio episcopal desaparecería pasto de las llamas, la torre fue demolida desde el segundo piso y se incendió el frondoso y cuajado soto, perjudicando notablemente a las gentes de Palencia que de él obtenían madera para sus hogares, especialmente para su calefacción. Todavía, durante el mes de octubre, el saqueo de esta zona boscosa, prácticamente arrasada, era habitual, lo que llevó a las autoridades a custodiarlo con alguaciles armados.


Las reacciones a estos acontecimientos no se hicieron esperar. Desde Frechilla, donde estaba temporalmente asentada la Audiencia del Adelantamiento de Castilla por el partido de Campos, el Alcalde Mayor –encargado de hacer valer, en nombre del rey, su autoridad judicial y de gobierno- licenciado Francisco de Lerma, acompañado de escribanos, alguaciles y tropa de corchetes, llegó a Palencia con el objetivo de prender a los culpables y dirimir la respuesta judicial que dar. Pese a su inicial decisión de hacer valer la justicia, en medio de un ambiente hostil contra todo poder real, no fue bien recibido, de manera que procedió a suspender la investigación abierta para esclarecer los hechos.


Garcí Ruiz de la Mota, alcaide de Magaz, quiso asumir la responsabilidad de ser él quien castigara a los culpables. Sin embargo, su capacidad para imponer su autoridad era muy limitada. Su actuación se centraría en asaltar e impedir el aprovisionamiento de la ciudad con expediciones de asalto a los comerciantes. Consiguió, de manera muy efectiva, intimidar y evitar la llegada de bastimentos a la ciudad, es decir, que las provisiones de alimentos y armas fueran frecuentemente interceptadas. Su labor fue verdaderamente encomiable y la eficacia de sus incursiones, con rápidas retiradas, fueron sobresalientes. El mercado local de Palencia se vio muy afectado por el bloqueo impuesto. Terminado el conflicto, en 1522, exigió una Provisión Real al Consejo para que se aclarase lo sucedido y para depurar las responsabilidades de lo acaecido.


También, desde Flandes, el obispo de Palencia, Pedro Ruiz de la Mota, exigió la reedificación del palacio-fortaleza con cargo a los culpables. Conviene aclarar que, la no participación del Regimiento de Palencia en los sucesos producidos, sería determinante para su exculpación con motivo de los litigios entablados durante 1522. Ello aparece recogido en las actas municipales concejiles de Palencia. Como testigos intervinieron: Alonso de Herrera, Pedro Pascual, García Gato y Diego del Barrio. Sus testimonios fueron corroborados en la Audiencia por Diego de Calabazanos y Hernando de Astudillo. 


El Palacio Episcopal, adosado a la iglesia de Santa María, volvería a ser reconstruido. Algunos de los elementos militares conservados son las troneras de la torre, las garitas del cimborrio y restos del balcón amatacanado que permitía una defensa vertical de una zona especialmente frágil, defensivamente hablando, mediante el lanzamiento de todo tipo de proyectiles y objetos (piedras, flechas, aceite, ….). La iglesia sería restaurada tras la finalización de conflicto y de los litigios celebrados contra los vecinos de Villamuriel y de Palencia. Los sucesos vividos en Villamuriel se pueden incluir dentro del grupo de las revueltas antiseñoriales en las que cuajó el ideal comunero. Fue el caso de Nájera (La Rioja); Castromocho; Palencia; Dueñas; Portillo (Valladolid); Ciempozuelos y Chichón (Madrid); Orgaz (Toledo); Moya, Santa María de Rus y El Provencio (Cuenca). No ocurriría lo mismo en otros lugares en los que la Comunidad no encontraría su medio de desarrollo y en los que sí hubo levantamientos contra sus señores: Olmedo (Valladolid); Madrigal y Arévalo (Ávila); o Villarcarrillo y Cazorla (Jaén). Fueron, como vemos, fenómenos coincidentes y, en ocasiones, transversales, aunque de génesis distinta. Es decir, fenómenos coincidentes en el tiempo, pero no en sus causas, aunque pudieran derivar las revueltas en la oportunidad generada por el levantamiento comunero. El hundimiento del poder real y la indefensión de muchos señoríos, laicos y eclesiásticos, propiciaron la evolución de los acontecimientos hacia la causa defendida por la Comunidad. Estas revueltas antiseñoriales decantaron definitivamente la posición de la nobleza a favor del rey. Inicialmente indiferentes, se habían limitado a manifestar su desagrado hacia la política de nombramientos seguida por el monarca. La Comunidad, por su parte, acogió con desagrado muchas de las sublevaciones locales que los condenaba a los ojos de los señores y de los comuneros más moderados. El movimiento comunero se fue radicalizando y, a consecuencia de ello, aumentó la gravedad de las responsabilidades particulares ulteriores.