Su madre se llamaba Teodora y ella, que llevaba el mismo nombre, pasó a ser Teodorina. Por ese nombre la conocen en Guardo, el lugar donde vive desde hace más de sesenta años y donde ha ejercido una de las profesiones más hermosas, difíciles y gratificantes que existen, la de maestra. 

«Siento el cariño de quienes fueron mis alumnos y me produce una gran satisfacción ver el fruto de mi trabajo», asevera esta mujer menuda, de apariencia frágil, pero activa, voluntariosa y decidida, que en diciembre cumplirá 89 años de una vida intensa, sin lugar para el aburrimiento.

Institutriz, maestra, esposa, madre de cinco hijos, abuela de nueve nietos, clarinetista, coralista, concejala, voluntaria, incluso pregonera de las fiestas de San Antonio el pasado mes de junio y, desde hace unos pocos meses, bisabuela. Ocupaciones todas y cada una en las que ha echado los restos porque las cosas se hacen bien o no se hacen y eso exige dedicación, tiempo y pocas distracciones. Ha merecido la pena. «Estoy contenta de poder decir, cerca de los 90, que he tenido una vida intensa y buena. No me arrepiento de nada, lo único que siento es haberme quedado viuda hace tres años».

Este es su balance, plagado de peripecias, de momentos complicados, de etapas con sobrecarga de trabajo y de pérdidas, pero también de satisfacciones. Y de decisiones acertadas, que fueron marcando su rumbo y le dejaron un profundo poso. El aprendizaje vital nunca se conforma a base de blancos y negros, sino de matices y de muchos otros colores. Más aún cuando se es una persona inquieta, curiosa y ávida de saber.

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