Miguel Niño: Carretera y manta

Fernando Pastor
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Miguel Niño: Carretera y manta

El pasado 7 de agosto el Covid se llevó a Miguel Niño, el eterno cartero de Villarmentero, pueblo en el que nació en el año 1931.

De niño fue monaguillo, debiendo chapurrear latín ya que en su época las misas se desarrollaban en la lengua del imperio romano.

En 1945, con 14 años, entró a trabajar en el colegio San José de Valladolid, para servir a los colegiales. Tras 35 días sin pisar la calle (algo terrible para un adolescente) se las ingenió para salir de allí. Aprovechó que un fraile le ordenó «oye chaval, baja ese garrafón a la bodega» a lo que le respondió «le baja usted». Le echaron. Al día siguiente, cargado con su maleta, preguntó por la carretera del Valle del Esgueva y se encaminó hacia su pueblo. Un vecino que pasaba con una serré y una yegua le evitó la caminata. Cuando llegó, sus padres, extrañados, le preguntaron el motivo de su regreso y respondió «porque no me dan de comer». 

Pocos días después le buscaron otro lugar para trabajar: un centro de predicadores, quienes tras la jornada laboral le daban clases. Entre sus funciones estaba ir al convento de Santa Clara a por obleas para consagrar que los predicadores utilizaban para dar de comulgar. Las monjas que las elaboraban eran de clausura, por lo que recogía la mercancía y la pagaba a través de un torno. 

Tras dos años en esta residencia, los predicadores le propusieron ser cura. Eso no entraba en sus planes, así que de nuevo dejó el trabajo y regresó a Villarmentero. Sus padres le volvieron a preguntar el motivo de su regreso y de nuevo su respuesta fue «porque no me dan de comer».

Hasta Villarmentero acudieron los predicadores a convencerle de que se hiciera cura. Pero prefirió quedarse en el pueblo, por duro que fuese el trabajo allí.

Se echó novia en Olmos de Esgueva, donde había baile con pianillo, y hasta allí iba a pie. De nuevo carretera y manta.

Primero trabajó de mochil. Después en las duras labores agrícolas, durmiendo muchos días en una caseta en el campo. 

En 1972, estando arando en el pago denominado La sacristía, se dio un gran susto cuando el arado topó con algo que lo desplazó y lo partió. Era una tumba grande con un féretro de piedra caliza, perteneciente a un cementerio árabe. Fue llevado a un museo.

Estando un día junto a su primo recogiendo gavillas a las dos de la mañana escucharon: «alto, ¿quién va?». La noche cerrada impedía ver de quién provenía y pensó que se trataba de un vecino que trabajaba en una tierra cercana y que con frecuencia les incordiaba, por lo que respondieron «vamos donde nos da la gana». Pero inmediatamente fueron agarrados por la solapa, viendo que quienes les interpelaban vestían capa y tricornio. Se trataba efectivamente de la Guardia Civil, que no les soltó hasta aclarar lo sucedido.

En el servicio militar, en Villanubla, sufrió otro error de percepción. Esta vez con unas vacas a las que se acercaron en una vaguada y resultaron ser bravas, estando a punto de ser corneados. 

En su primer permiso de fin de semana, de nuevo carretera y manta: se encaminó a pie rumbo a Villarmentero (32 kilómetros). Le vio el conductor de uno de los pocos taxis existentes en la época, que entonces funcionaban con gas butano; paró y  le preguntó dónde iba. Dio la casualidad de que el taxista era de Piña de Esgueva y se ofreció a acercarle, pero solo hasta Valladolid. Desde la capital de nuevo a pie, llegando a Villarmentero a las 3 de la mañana del domingo, para el lunes a las 5 de la mañana volver a tomar carretera y manta para regresar al cuartel. A pie hasta Valladolid y desde allí en el denominado tren burra, tan lento que en las cuestas podían bajarse a orinar y volver a subirse sin problemas ya que apenas había avanzado.

En el segundo permiso, su madre le compró una bicicleta de paseo porque no era plan ir siempre a pie, y en taxi le costaba más caro que comprar una bicicleta. Con ella tardaba dos horas en hacer el trayecto, y en Villanubla le cobraban un duro al mes por dejarla aparcada en unos paraderos. Para ahorrarse ese dinero pronto pasó a dejarla en casa de unos paisanos de Villarmentero, pero le salió más caro: la utilizaron sin su conocimiento para ir a Wamba a coger collerones y con el peso de estos se rompió la guía, por lo que tuvo que ir con solo medio manillar hasta Villarmentero, donde se lo arregló un herrero. La siguiente semana volvieron a utilizar la bicicleta sin su conocimiento y le rompieron los piñones, por lo que tuvo que regresar a Villarmentero a piñón fijo. Después del nuevo arreglo, no volvió a dejarla en casa de sus paisanos, pasando de nuevo a pagar por aparcarla. 

 

Tras la mili de nuevo a trabajar. En 1973 entró en Correos y fue el cartero de Villarmentero. Todos los días a las 8 de la mañana bajaba a la carretera a llevar el correo y a coger la valija al paso del coche de línea, al que por eso le llamaban, y le llaman, el correo.

Las calles del pueblo no tenían nombre ni números, por lo que únicamente figuraba el nombre del destinatario. Pero conocía de sobra a todos los vecinos, a los que además de las cartas repartía las pensiones de jubilación que llegaban por giro postal. Eso le costó 3.000 pesetas que tuvo que poner de su bolsillo por un giro que nunca llegó a su poder, pero que figuraba como recibido (firmaba los recibos sin comprobar porque nunca había habido problema alguno); él cree que lo perdió el del coche de línea ya que al comentar con él que no le había dado ese giro le respondió «pues si quieres lo pagamos a medias».

También llegaban cartas de amor. Y aprovechaba para hacer bromas a algunas chicas cuando le preguntaban: «¿tengo carta?» respondía; «¡qué vas a tener carta tú, si eres más fea que un nublado!». Pero al rato las iluminaba la sonrisa dándoles esa carta que sí existía. 

También fue alguacil. Ello incluía la labor de cuidar del cementerio. Algunos vecinos le pidieron que cambiara los restos de sus deudos del cementerio de la iglesia al municipal cuando se cerró el primero. Ello le causó un percance con un cadáver que, pese a llevar 28 años enterrado, estaba casi intacto al haber sido envuelto en plástico en el hospital. Al romperlo se liberó el aire y a punto estuvo de asfixiarle el hedor. Volvió el día siguiente, cuando todo ese aire ya se había disipado. También encontró intactas las muletas y las botas de una mujer coja que fue enterrada con ellas.

Su carácter jovial le llevó a protagonizar una curiosa anécdota. Una noche, tras cenar en las bodegas un amigo le dijo «te acompaño hasta tu casa». Al llegar, Miguel, por corresponder, le dijo «pues ahora te acompaño yo a la tuya». Así estuvieron toda la noche, de casa en casa hasta que amaneció.