El palentino ausente: 180 días en México (III)

Juanjo Herranz
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Entre abrazos y balazos

El palentino ausente: 180 días en México (III) - Foto: Isabel Burón

En la playa de Progreso, ciudad portuaria con el nombre mal puesto, se mezclan los yucatecos y los pocos extranjeros. Una pequeña colonia de canadienses jubilados vive en la zona y altera el cabello monocromático de la región: cada veinte pelos negros uno rubio o níveo (el color nevado de la última edad se ve poco por aquí, muy viejo debe ser un yucateco para peinar canas). Una invasión silenciosa, una avanzadilla de hombres y mujeres abrasados por el sol, como si se hubieran bronceado con un lanzallamas, un comando de jubilados angloparlantes que han tomado posiciones en las costas de México, un pacifico bahía Cochinos. 

El mar está en calma, los pelícanos están en calma, el viento también calmo. Un puesto de dulces, un puesto de tacos, un vendedor de pulseras. Un día más de invierno en Yucatán, de treinta grados decembrinos. En esta escena cotidiana, hay un elemento extraño para el ojo poco entrenado en México. A la linde de la playa, a pocos metros de la arena, como si desearan salir a correr por la orilla, cuatro policías militares calzan sus ropas negras, sus chalecos antibalas, sus gafas de sol, enfundan sus armas largas con el dedo cerca del gatillo. Su gesto vira entre amable y firme. Charlan entre ellos y de inmediato escrutan ofuscados las bocacalles. México es un país militarizado. Yucatán es el estado más seguro del país, tiene la tasa más baja de homicidios, dos por cien mil habitantes; en contraparte están Zacatecas y Baja California (en la frontera con EE UU ) que tienen cifras elevadísimas: 109 y 86 por cien mil habitantes. 

Andrés Manuel López Obrador, actual presidente de la república, también conocido, en su versión pop, como AMLO, llegó al poder en 2018 con la intención de pacificar el país: «abrazos, no balazos» era uno de sus eslóganes políticos. No me imagino a estos policías cambiando sus metralletas por golosinas y abrazando paseantes, tampoco me imagino cambiando métodos a los que estos quieren,  dicen,  combatir.

Y esto, secuestros, asesinatos, reyertas, narcotráfico es lo que suele verse en los noticieros, en las portadas de los periódicos. Pero, como dice el periodista argentino Martín Caparrós, qué pasa con las historias de los otros: los 99.998 que no son asesinados en Yucatán, los 99.891 que no son asesinados en Zacatecas, los 99.914 que no son asesinados en Baja California. Si no eres rico, o famoso, en los grandes medios solo sales si te matan. 

Kokita trabaja en la biblioteca de Progreso, en el turno de tarde, y me ha ofrecido la ducha de su hija, que vive cerca de mi casa. Me ha dado su teléfono y dice que para cualquier, cualquier, cualquier cosa contacte con ella, y repite cualquier para que no me pierda en divagaciones y dudas. Kokita tiene el cabello corto, teñido y revuelto, la cabeza redondita, el cuerpo redondito, el corazón como un balón. Camina y habla despacio, segura de que va a llegar a destino. 

Desde que el temporal trajo frío, viento y olas de otras latitudes, varios vecinos del trópico nos quedamos sin luz y agua. Una navidad entre velas. La Comisión Federal de Electricidad está desbordada y apática. «Entre hoy y mañana», dicen, y llevan ya tres hoy y tres mañanas. «Déjame el teléfono que llamo yo para presionar. Tengo un amigo que trabaja allí, es bien cuatito» (de cuate, amigo en México), dice Kokita con mañas sicilianas. 

También está Gladys con su hija. Su hija juega en una mesa baja mientras Gladys enumera los lugares que hay que visitar en la zona. Y también está Blanca, de abuelo chino y abuela yucateca, que tiene una voz suave y familiar, «aunque de blanca no tengo nada», dice colocándose las gafas. «Esta mañana me duché en el mar», cuento, y se divierten. 

«Mañana ven y almorzamos juntos», dice Kokita, «y llévate esto para cenar», y me da una pata de pollo con mole que les ha sobrado del almuerzo, almuerzo armado de paciencia y conversación que disponen a diario en una mesa al ladito de la sala de lectura.

Mañana iré a almorzar a la biblioteca. Si esto sigue así, si no vuelve la luz, terminaré viviendo allí, durmiendo entre los cojines de la sala de lectura para niños, desayunando frente a las estanterías de enciclopedias, echándome la siesta en el pasillo de matemáticas y ciencias naturales, como un Tom Hanks al que le han denegado el visado todas las literaturas del mundo.