La Plaza de Abastos

RAFAEL DEL VALLE CURIESES
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Un testigo de la historia local

Los edificios públicos, al margen de sus características arquitectónicas, aportan importantes datos de la historia local. Razones que motivaron su construcción y vicisitudes que la condicionaron, descubren situaciones socio-económicas que identifican etapas de nuestro pasado. El periodo más nutrido de este tipo de actuaciones, se inicia cuando Palencia alcanza la categoría de capital de la provincia (1833). El dotarse de equipamiento para ejercer como tal, desencadena un proceso que, con el título de Palencia, aprendiz de capital, he recogido parcialmente en dos volúmenes publicados por Cálamo en 2008.

El edificio de la Plaza de Abastos comienza a reclamarse antes de 1850. Para su idónea ubicación se pensó en el corralón de San Francisco (hoy Pl. de Abilio Calderón) al que ya en 1859 se abrían la Maternidad, la Plaza de Toros y el acceso a la estación de ferrocarril del Norte o de Alar (la conocida hoy como de Pequeña Velocidad), a través de una puerta abierta para ello en la muralla. Facilitaba esta, también, el acceso de los carros que acudían a los mercados semanales de granos y ganados. Pero estos vehículos que deterioraban el firme de las calles,  no podían acceder directamente a la aduana y peso público, instalados en la fachada occidental de la Casa de la Tarasca abierta  a la calle que hoy  se conoce con el nombre de Joaquín Costa.

El obstáculo que interrumpía la comunicación entre la Plaza de Abilio Calderón y la Plaza Mayor, era una parte de la citada Casa de la Tarasca adosada al cuerpo del exconvento de San Francisco donde se habían instalado la Diputación Provincial, el Gobierno Civil y otros (hoy Delegación de Hacienda). La Casa de la Tarasca, era el inmueble municipal que sirvió de almacén para muy distintos artilugios, entre ellos la especie de dragón que salía en la procesión del Corpus simbolizando el Maligno y que le dio título. Hizo también las veces de cuartel y de tahona reguladora del precio del pan. Tenía alojados en su interior la Escuela Normal de Maestros (1861) y el pósito de trigo que se abrían a la calle de Salsipuedes (hoy Alonso Berruguete). Durante el largo periodo de construcción de la nueva Casa Consistorial (1858-1878) alojó parte de sus dependencias.

Por su parte, la Plaza Mayor soportaba diariamente el mercado en el que se ponían al alcance de los palentinos toda clase de abastecimientos, no siempre en adecuadas condiciones de conservación. Los espacios centrales y todos los soportales se ocupaban con pescados, carnes, aves, verduras, frutas, pan, vino, etc., transformando el espacio en un auténtico basurero entre el fango invernal y la polvareda veraniega. No faltaba en aquel recinto el croar de las ranas cuando se descomponía el agua del pilón de la fuente, añadiendo fragancias al olor pestilente habitual.

Demasiado para los regidores que con frecuencia disfrutaban de su nuevo palacio municipal a partir de 1878.

Todo contribuye a superar  con denuedo los obstáculos que impedían, por un lado, el acabar con el mercado callejero y por otro el conseguir comunicar las dos plazas más céntricas de la ciudad. En ambos propósitos tendrá principal protagonismo la Plaza de Abastos; ocupará parte del espacio que impedía dicha comunicación, la Casa de la Tarasca, y recogerá y normalizará en su interior el mercado popular de abastecimientos.  Ambos propósitos se conseguirán casi al tiempo. La unión de la Plaza Mayor y la de la Maternidad en 1895, el mismo año en el que el arquitecto municipal Juan Agapito Revilla presenta el proyecto de una construcción esbelta y diáfana para la que el hierro era el material idóneo aparte de ser el más empleado a finales del siglo XIX.

De la ejecución de la obra se encargó Julio Petrement, industrial palentino, dueño de una afamada fundición. En julio de 1899 se daba el visto bueno a las obras realizadas y cuyo presupuesto general de contrata ascendió a 196.989 ptas., un tercio del presupuesto anual del Municipio. Tardarán en rematarse las obras con instalación de pararrayos, canalones, inodoros, etc.. y hasta el verano de 1900 no se aprobará la liquidación final de la construcción.

 Igualmente será laborioso hacer cumplir el reglamento que se había aprobado al efecto, especialmente en lo referente a la ocupación del mercado. Sobraban puestos y algunos, principalmente hortelanos, se quejaban de los precios que se habían aprobado. Al final, con un espíritu controlador de la higiene –eran frecuentes las pestes de origen desconocido-  el Ayuntamiento, en el otoño de 1899, obliga a cerrar todas las tiendas que no cumpliesen con unos mínimos de limpieza, con el fin de sujetarles a unas ciertas normas dentro de la Plaza de Abastos.

Para conseguir que el nuevo edificio estuviese totalmente exento, se compraron unas casas en la parte meridional. Allí se abrió una calleja para la que se sugirió el nombre de Juan de Castilla, con el fin de recordar al fundador del pósito, que había estado en dicho lugar.  En ella se plantaron árboles que la defendiesen de los rayos del sol  y se colocaron durante las fiestas los puestos de melones y sandías, para dejar expeditos los accesos al Teatro Principal. No tardarían en colocarse allí puestos ambulantes, algunos de los cuales quedarían adosados a la pared del Mercado. Posteriormente, se les procuraría cobijo con una especie de pérgola que recientemente se cambió por una elegante marquesina que no encontró ya beneficiarios, dando lugar a las instalaciones que ayer se inauguraron, en espera de mejor acogida.

Muchas han sido las vicisitudes sufridas durante los 116 años de este singular edificio que, como todos los de sus especie, requiere  un mantenimiento ineludible. Sus líneas airosas,  la transparencia de sus tabiques y la elegancia de sus adornos, hicieron concebir esperanzas de transformarla en un verdadero palacio de cristal dedicado a muy variados menesteres: exposiciones y muestras artísticas y comerciales, jardín de invierno, etc.. Se llegó incluso a proponer su traslado a otro lugar para su mayor lucimiento y funcionalidad. Sujetos  esos proyectos a la voluntad de sus escasos pero fieles ocupantes, en 1981 se invirtieron más de nueve millones de pesetas de una subvención del Instituto de Reforma de las Estructuras Comerciales (Iresco), en financiar la completa remodelación de la Plaza de Abastos que duró más de un año.

La «vieja decrépita» como la llamaba el periodista Valentín Bleye en la década de los sesenta del pasado siglo, sigue siendo mercado de nuestros abastecimientos diarios más indispensables, pero con un aspecto mucho más elegante y limpio que borra por completo el recuerdo que justificaba el anterior apelativo.

RAFAEL DEL VALLE CURIESES (ACADÉMICO DE LA 'INSTITUCIÓN TELLO TÉLLEZ DE MENESES')