«Cómodo no he sido nunca; he defendido siempre mi servicio»

Carmen Centeno
-

QUÉ FUE DE... De niño ya era un estudiante de matrícula y nunca dejó de serlo. Podía haber sido piloto de aviación y, de hecho, una de sus aficiones son los vehículos a motor, pero escogió la medicina y es la gran pasión de su vida.

Ser médico es mucho más que cursar una carrera, obtener un título, conseguir una plaza en unas oposiciones o montar una consulta. Es mucho más que especializarse, que investigar, que mantenerse atento a los cambios o que ocupar puestos de responsabilidad en la sanidad pública y privada. También es eso, pero sumándole esfuerzo, ganas, estudio, voluntad, dedicación y ese espíritu de cercanía, esa empatía que necesita el enfermo para no sentirse peor de lo que está.

 Alberto Arizcun ha querido ser -lo ha sido y lo es- esa persona de confianza, el médico de siempre, pero con una doble especialización y muchos más conocimientos que los galenos de mediados del siglo pasado. Y es que quien pudiendo ser piloto, ingeniero o cualquier otra cosa, dado su brillante expediente académico, eligió en su momento la medicina, no lo hizo por esa titulitis tan extendida en los tiempos que corren, sino por verdadero gusto.

Sus compañeros, sus pacientes, su familia y sus amigos han notado siempre su pasión por aprender, por avanzar, por curar y, cuando esto último no ha sido posible, por acompañar, por estar ahí, muy cerca y totalmente implicado.  

Una visión integral.  Alberto José Arizcun Sánchez-Morate nació en 1953 en Madrid. Hijo de un piloto de aviación, podía haber seguido esa estela, como hicieron sus hermanos. Sin embargo, escogió la medicina. Cierto es que su abuelo materno era médico, pero no cree que eso le influyera en la elección. «No hubo circunstancias especiales que me llevaran hasta ahí», reconoce. Tal vez había un médico en ciernes que empujaba a aquel joven, estudiante de matrícula desde niño y que no tuvo problemas para sacar la carrera en seis años.

Nuestro protagonista pertenece a la tercera promoción de Medicina de la Universidad Autónoma de Madrid. «Desde tercero íbamos a la Clínica de La Concepción y pasábamos por los distintos servicios y ya en sexto hacíamos guardias», rememora. Fue allí y en Puerta de Hierro donde Arizcun se decantó por la especialidad que tal vez se acerca más al concepto de médico.

«El internista tiene una visión relativamente integral del enfermo, ha de saber absolutamente de todo y tener en cuenta todos los factores y las circunstancias», explica.

Apostilla que ahora se está produciendo una especie de superespecialización en medicina interna, donde sobre todo se ocupan de geriatría y crónicos, aunque en su opinión sería un error abandonar la visión integral que debe presidir esta rama. «Tú eres su médico y eso te exige más esfuerzo, pero te da más ventajas a la hora de valorar y de tratar sus patologías», subraya.

Cuando Alberto Arizcun terminó la carrera, el acceso a una plaza dependía en gran medida de la oferta que hiciera cada hospital. Él no tenía vinculación con Palencia, pero   salió una vacante de Medicina Interna, le animaron y se vino al Río Carrión. «He de decir que me recibieron muy bien, aunque fue como caer en el vacío porque faltaba de todo o, para ser más exactos, casi todo era mejorable», rememora.

En los años 81 y 82 se incorporó mucha gente y el hospital rejuveneció y se cargó del entusiasmo propio de los nuevos licenciados.

«Fue un reto, pero yo era médico y, con esa juventud que suple todas las carencias, enseguida se convirtió en mi hospital», afirma. No tuvo grandes problemas de adaptación, a pesar de venir de centros como La Concepción y Puerta de Hierro, porque se dio cuenta de que al enfermo hay que verlo, tratarlo, diagnosticar su patología, prescribirle el tratamiento idóneo y procurar que se cure o, cuando menos, que mejore su calidad de vida. Allí y aquí. Y en eso puso todo el empeño. Recuerda con mucho respeto al jefe del servicio de Medicina Interna, Próculo García Cuena, por cuanto le dejó hacer y tuvo en cuenta sus propuestas.

Precisamente la más significativa e importante de todas ellas iba a llegar unos años después y marcaría claramente su vida profesional y la del propio hospital. Fue nada más y nada menos que la puesta en marcha de la unidad de Oncología.

No fue ni más fácil ni más difícil que otros retos, pero exigió dedicación, preparación y tiempo, además de no resultar siempre un camino de rosas ni el más cómodo de los quehaceres. En su momento creyó que era necesario y que merecía la pena intentarlo y, tres décadas después, no se arrepiente. Ni él ni cuantos facultativos, enfermeros y pacientes han pasado por este servicio, en el que siempre cuentan más las personas que las cifras y los porcentajes positivos que los negativos.

Cada enfermo es un mundo.  «En Puerta de Hierro, Pilar España, que conocía bien el Instituto del Cáncer Americano,  hacía mucha oncología y yo, que lo había visto, pensé que en Palencia se podía hacer», explica. No le pusieron pegas. «Yo era internista y he seguido trabajando y haciendo guardias como tal, aunque cuando fui de los primeros en obtener el título de oncólogo a mediados de los ochenta». Antes, a finales de los setenta, había hecho el primer examen de MIR (Médico Interno Residente) en su especialidad y, de esta forma, ampliaba no solo el currículum, sino la preparación para afrontar las labores de uno de los servicios hospitalarios más complicados.

«Cuando empecé necesitaba gente y un sitio físico y lo fui consiguiendo poco a poco. Durante bastantes años fuimos solo dos oncólogos, Fernando Arranz y yo», comenta, para añadir, a renglón seguido, que pese a todo ha disfrutado mucho con el trabajo y con la evolución de la unidad, que se parece bien poco a la de los inicios. También ha cambiado la visión social del cáncer  y la oncología. La gente ha ido descubriendo que no siempre es una palabra maldita.

«No se puede hablar de cáncer en general porque cada enfermo y cada tumor es un mundo. En estos años, la efectividad de los tratamientos ha aumentado y podemos hablar de algo más de un cincuenta por ciento de curación, en términos absolutos, aunque hay tumores como los de mama donde se alcanzan  porcentajes del 80 y hasta del 90», enfatiza.

El servicio ha crecido en personal, en medios y en abordaje de casos -las cifras son importantes pero no centran nuestra conversación-; al hilo de las investigaciones y las nuevas técnicas que se aplican en los hospitales de todo el mundo.

«No hay que irse a Houston porque ahora se conocen los ensayos clínicos que se hacen fuera y  las técnicas más avanzadas enseguida se van asimilando y en España tenemos buenos hospitales y buenos centros de referencia en oncología y hematología, como el de Salamanca, los de Madrid y los de otras comunidades», asegura.

Hace esta afirmación con conocimiento de causa, no en vano ha estado al frente del servicio palentino hasta hace unos meses, además de asistir a innumerables congresos y simposios nacionales e internacionales y, por supuesto, de estudiar incansablemente para seguir avanzando, para estar al día. «Con ganas, voluntad, estudio y dedicación se consigue». Y lo dice también con el orgullo de quien se ha partido la cara por lo que creía justo y necesario. «Cómodo no he sido nunca; he defendido siempre mi servicio».

La pena es que ha tenido que jubilarse por la edad -y porque no le han concedido la prórroga que había solicitado para seguir al menos otro año- y ha dejado tras de sí a su gente, a ese equipo de profesionales sanitarios que han aprendido, en gran medida gracias a él, que no se tira nunca la toalla, que hay que valorar a fondo cada caso, tener en cuenta todos los factores y aplicar cuanto está en sus manos en pro de la curación. Y es que sigue siendo el internista que ve al enfermo, que empatiza con él y que procura serle útil, darle confianza y sacarle adelante cuando es posible. O aliviar el sufrimiento derivado de la enfermedad. «Debes facilitarle todo lo que funciona, de otra forma tu labor no tiene sentido», afirma.

Sabe mucho también de cuidados paliativos,  que montó junto a Rita Marcos en Palencia porque tampoco existían. «Son muy importantes y deberían utilizarse antes y no solo cuando el enfermo está en sus momentos finales».

Internet y globalización.  No está en contra de que la gente consulte en Internet cuando se le diagnostica un tumor, pero cree que debería comentárselo al profesional para que este le asesore sobre las páginas que realmente merecen la pena. Tampoco está en contra de las nuevas tecnologías y de las posibilidades enormes que ofrece como el acercamiento de la investigación y los avances médicos en tiempo real.

Lo que le sienta mal de la globalización son algunos de sus aspectos. «Me sorprende el tuteo generalizado; la falta de respeto a las personas mayores, sobre todo a los ancianos».

Casado con una enfermera y padre de ingeniero y arquitecta, Alberto Arizcun no va a dejar la medicina por una simple, y un tanto dolorosa, jubilación, aunque se lo tome con más calma.

Tiene una familia a la que dedicarle tiempo, especialmente dos preciosas nietas de cuatro años y dieciocho meses; un jardín que cuidar; su vieja afición por la escritura;  y algún que otro viaje, de esos que apetecen y no exigen someterse a programas y horarios forzosos y forzados. Ha visitado numerosos países, pero se queda con Perú, Jordania, Francia y Japón. Seguirá ejerciendo en la sanidad privada y trabajando desde la Asociación Castellano-Leonesa de Oncología. Un buen médico nunca deja de serlo y menos así, de la noche a la mañana.