"Solo voy a los templos a escuchar el órgano y el canto"

Carmen Centeno
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Una treintena larga de títulos en su haber, con el acento puesto en la poesía y el ensayo, aunque sin olvidar la narrativa, son el balance del Villán escritor. No se puede separar del Villán periodista, que ha tocado todos los géneros

Nació el año 1942 en Torre de los Molinos y se crió en una familia numerosa -era el menor de seis hermanos- a la que el sector primario imprimía carácter, no en vano su madre era campesina y su padre, que tenía una fragua, era mecánico de maquinaria agrícola en verano, cuando aumentaba la actividad agrícola. El resto del año aquel hombre era peatón cartero de Carrión de los Condes a Torre de los Molinos. Al llegar el estío y las vacaciones escolares, el progenitor  volvía a la fragua y era Javier Villán su sustituto en el servicio de Correos, que llevaba a cabo en bicicleta.

Claro que estos meros datos biográficos apenas dan idea del rico mundo que iba creciendo en el interior de un chaval con capacidad para estudiar. Era un mundo hecho de juegos en la calle, de lecturas, de curiosidad y de sueños, pero también de las palabras de la tradición oral y de los estímulos del entorno rural, por aquel entonces mucho más vivo que ahora.

«Mi madre, la señora Rosario, era una campesina con un don especial para el teatro», recuerda Javier Villán. Aprovechaba ese don para dirigir todos los años una comedia con la gente del pueblo. La ayudaba su marido y juntos les leían los papeles en voz alta a los improvisados actores y actrices, que apenas sabían leer. Ser testigo de aquel entusiasmo le dejó huella y le inoculó esa especie de veneno que siempre le ha empujado a los patios de butacas, a los camerinos y a las páginas de la prensa, como espectador y como crítico teatral.

También le supuso algún que otro contratiempo, como cuando su madre le dio el papel de San Tarsicio, el niño cristiano martirizado por los paganos, en una de aquellas comedias y aquello no gustó demasiado en el pueblo. «Como yo era el más listo de la escuela y los compañeros me tenían tirria, me dieron una buena tunda». De esa forma, el papel en la ficción se concretó, en cierta manera, en la vida real.

Pero es que, además de dirigir comedias, su madre leía a los moribundos la Recomendación del alma, algo que no pasaba desapercibido para la Iglesia, de manera que cuando el obispo iba al pueblo a confirmar a los niños reservaba para ella un saludo y una bendición especiales. «Ella era una mujer muy religiosa, y en casa se rezaba el rosario todas las tarde; al contrario que mi padre, que no pisaba una iglesia». Javier Villán iba a pisarla, y mucho, durante sus años de seminarista; después no. «Desde que salí del Seminario solo entro en los templos para escuchar el órgano y el canto gragoriano de los canónigos», subraya.

Del seminario al mundo. «No tuve que trabajar en el campo como mis hermanos, a cuyo sacrificio debo haber podido estudiar», explica un Villán, al que reclutaron los curas, no sin antes pasar por una dura preparación a cargo de doña Gloria. «Era una maestra inflexible, pero logró que entrara en el Seminario y, pese al tiempo transcurrido, le guardo un especial cariño».

También conserva en la memoria las enseñanzas de don Melchor, don Ignacio, don Quinti y don Laurentino. «Debo a los curas lo bueno que pueda tener; me enseñaron literatura, latín y griego», afirma. Este reconocimiento a un tiempo duro de disciplina pero de gratificantes conocimientos no tuvo la fuerza suficiente para convencer a Javier Villán de que siguiera hasta el final el camino del sacerdocio.

Y eso que a los buenos estudiantes, como él, a los chavales despiertos, curiosos y ávidos de aprendizaje la Iglesia se los disputaba con cierta vehemencia. Prueba de ello es que el mismo año que hizo la prueba para entrar en el Seminario, tras la dura pero eficaz preparación de la maestra, también lo examinaron los dominicos, que querían llevárselo a un convento de Valladolid.

Sus padres prefirieron la primera opción y Javier Villán pasó allí cinco años -uno de ellos en Lebanza, donde don Laurentino le puso un 10 por un soneto dedicado a la Inmaculada, porque ya apuntaba maneras de poeta-.

No fue esa la única buena nota. «Si bajaba del ocho y medio me retiraban la beca a la que contribuía una familia vasca, los Michelena-Imaz, que tenían la finca Las Pavas muy cerca de Torre de los Molinos y me apreciaban mucho». La manera de compensar aquel apoyo económico y el aprecio vecinal era dar a sus hijos clases en verano cuando habían suspendido alguna asignatura.

Sin embargo, la vocación de aquel joven con un magnífico expediente académico no era de índole religioso, así que cambió los latines por el mundo y colgó los hábitos antes de vestirlos. Se lanzó a volar fuera, aún a riesgo de caer, porque los riesgos de errar el camino eran mucho menores que el miedo a desaprovechar los estímulos y las posibilidades que le brindaba su tiempo y que el deseo de crecer asimilándolos. Su madre quiso, entonces, que estudiase Magisterio, «pero eso me pareció muy poco».

Caminos abiertos. Sin vocación religiosa y sin ganas  de pasarse media vida de pueblo en pueblo como maestro rural, Javier Villán se buscó una salida alternativa y mucho más gratificante: ejercitarse como buscador de su propio presente y, a ser posible, de un prometedor futuro. «Gané una beca para capataz agrícola en la Politécnica de Tarragona, pero me expulsaron por indisciplina y me fui a Barcelona, decidido a conquistar el mundo».

El afán de búsqueda, sumado a la gran capacidad de adaptación, a la indiscutible apertura de mente, a unos ojos y unos oídos bien atentos, a una buena formación académica y cultural construida en el aula, pero también con numerosas lecturas, sobre todo de poesía, y a la rebeldía de sus años juveniles, le ayudaron a salvar los contratiempos y se convirtieron en el equipaje de mano que le iba a permitir viajar y empaparse de paisajes, paisanajes y experiencias.

«Luego pasé una temporada en el País Vasco, cuando ya empezaban los follones de ETA. Me acogieron en su caserío los Santamaría, padres de un compañero de Tarragona con el que me llevaba a matar y nos tirábamos a la cabeza los diccionarios», rememora Javier Villán, en alusión al paso previo a su conversión en bohemio, un bohemio, por cierto, que se ganaba la vida dando clases de latín y que en verano trabajaba de camarero en un hotel de Canet de Mar. «Venían alemanas muy guapas y liberales, con bikinis que yo nunca había soñado..., ni creía que pudieran existir», comenta.

Se enamoró de la también periodista Ana Merino, con la que lleva felizmente casado cuarenta y ocho años, y dio paso al capítulo más largo y fructífero de su vida, tanto en lo personal, como en lo profesional y lo literario.

‘De Madrid al cielo’. La bohemia viajera de su primera juventud, dio paso a otra más sedentaria, aunque igualmente cargada de posibilidades en Madrid. «Empecé a colaborar en todos los periódicos y revistas que se terciara y me especialicé en teatro porque me gustaba zascandilear por los camerinos y hacerles recados a los actores». Y pasó muchas horas en el Café Gijón, en lo que fueron sus inicios literarios, horas en las que no faltaron «algunas historias golfas de poetas y políticos; de pícaros nobles y honrados; y de chicas, aspirantes a poetas, menos virtuosas de lo que estaban obligadas a aparentar».

Aquel tiempo de conocimiento, de relaciones, de acercamiento a la creación poética y narrativa, de vivencias y de referencia vital lo reflejó en Madrid canalla, el título con el que en 2014 cerró su pentalogía Memoria sentimental de España.  Los cuatro títulos anteriores, escritos entre 2000 y 2002, recogieron las ocupaciones lúdicas de la niñez -Tole, catole, cuneta: los juegos de mi infancia perdida-; el paso por el Seminario -Sin pecado concebido: gozos y tribulaciones de un seminarista-; el sinsentido del servicio militar obligatorio -Derecha ¡ar!: la perra mili de un españolito-, y el primer aperturismo español -Y vinieron las suecas: tránsitos y lujurias de los años sesenta-.

Con ser importante, el Café Gijón no podía serlo todo ni encerrar el universo siempre expansivo del periodista, el  poeta, el ensayista, el narrador y el crítico, en suma, el intelectual polifacético que era, y es,  Javier Villán.

«Cuando apareció el periódico El Mundo, en 1989, Pedro J. Ramírez me pidió que le hiciera la crítica de toros y de teatro, las dos, siguiendo la tradición de principios del siglo XX. Y me puso como ejemplo a Mariano de Cavia, cronista de Cortes y crítico de espectáculos», recuerda.  Allí sigue ocupándose de la crítica teatral, no así de la taurina, que abandonó después de vieinticinco años de asistir a corridas, de admirar a algunos toreros y de sufrir con otros. En 2014, confesaba que había dejado los toros «más que nada por aburrimiento». Había escrito ya tres libros sobre José Tomás -«un torero distinto que ha pisado un sitio que los demás no pisan»-, además de otros sobre César Rincón y Curro Vázquez o sobre la situación de la Fiesta.

Con todo, Javier Villán es ante todo un poeta, con trece libros en su haber, desde aquel inicial de 1975, La frente contra el muro, al durísimo y terapéutico Aquelarre de sombras, que le valió en 2011 el Premio de la Crítica de Castilla y León y sin olvidar sus Sonetos de la impostura (1994) y sus Sonetos de fuego y nieve (2002).

Su amistad con el pintor Juan Manuel Díaz-Caneja y su esposa Isabel Fernández, de los que fue albacea, y su vinculación a la Fundación del artista le llevaron a estrechar lazos con la capital palentina, a la que viene poco, pero cuando lo hace es con enjundia, como cuando dio el pregón literario de San Antolín. Villán quiso donar su vasta colección artística y bibliográfica a la Caneja, pero no pudo ser por falta de medios que garantizasen su conservación y al final la inmensa mayoría de los cuadros, cartas y libros se fueron a la Fundación Jorge Guillén, de Valladolid, salvo su museo taurino que está en Colmenar Viejo.

Ahora trabaja en su autobiografía, Javier Villán, una vida de teatro, en Nuevos sonetos de la nueva impostura y quiere estrenar en 2019 la obra de teatro Violada, sobre los sucesos de La Manada.