De mazos y tumbas

Alfredo Baranda
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La tumba de Abelardo Rodríguez ocupa por méritos propios un lugar de honor en el cementerio baltanasiego. Ahora la estela está rota. - Foto: Alfredo Baranda

Quizá los mejores monumentos sean aquellos que en su origen no pretendían serlo. La cualidad de tal se les ha ido añadiendo con el tiempo al margen de la finalidad concreta para la que fueron levantados. Las ermitas románicas no pretendían ser monumentos, tampoco las altísimas chimeneas de ladrillo de las fábricas erigidas a principios de siglo. Lo mismo les sucede a determinadas tumbas. Se construyeron como tales, sin otras pretensiones que las de albergar un cuerpo. Y sin embargo, con el paso del tiempo, lo que no era más que un sepulcro ha ido adquiriendo otra categoría, la de monumento, la de emblema. La finalidad primera deja de importar porque los años han ido moldeando pacientemente sobre la piedra una segunda naturaleza que va mucho más allá de su función primaria. Eso, obviamente, no es la norma. Para que algo así suceda deben confluir una serie de elementos y circunstancias que hagan de esa tumba algo especial y la singularicen como monumento.


Hablo de un panteón del cementerio de Baltanás, y estoy convencido de que cualquier persona de la localidad sabe ya a cuál me estoy refiriendo. Eso es precisamente lo que le otorga la categoría de monumento, el hecho de que, al leer estas pocas palabras, esa tumba sea la primera que le venga a la mente a cualquiera que haya visitado el camposanto más de tres veces. Hay muchas más alrededor de esta de la que hablo, y quizá tan bonitas como ella, y hasta puede que más; pero esa, la tumba de don Abelardo Rodríguez ocupa por méritos propios un lugar de honor no tanto en la geografía del cementerio como en la conciencia de los que lo conocen. ¿A qué se debe tan destacada preeminencia? El sepulcro no es especialmente exuberante ni llamativo: una losa a ras de suelo flanqueada por un balaustre de piedra enmohecida. Nada del otro mundo. Tampoco el cuerpo que allí yace le dirá nada especial a nadie, don Abelardo Rodríguez era un prócer local que, además de ejercer su profesión, gustaba de la lectura. Hay personajes más importantes que él allí enterrados, y a bien pocos metros. Entonces, ¿dónde está el búsilis de todo este asunto? Los baltanasiegos lo saben de sobra. Se lo voy a contar a los que no lo son.

La particularidad de este panteón no es otra que la de contar con una estela funeraria en la que se cincelaron hace más de cien años los versos de una endecha compuesta por el fallecido meses antes de morir. ¿Y eso es todo? preguntará más de uno, visiblemente decepcionado. Sí, eso es todo. Pero me explico. Ese epitafio -el único de esa naturaleza en todo el cementerio- ha ejercido durante decenas y decenas de años un extraño magnetismo en generaciones de jóvenes y no tan jóvenes que no sólo lo han leído con curiosidad y respeto, sino que en muchos casos se lo han aprendido de memoria. Mi madre, sin ir más lejos, seguía sabiéndose párrafos enteros de la endecha a una edad muy tardía; se la había aprendido de memoria siendo poco más que una niña, y como ella otros muchos adolescentes sensibles en una España que no era precisamente el paraíso de la poesía ni de la letra impresa en general. Pasaron las generaciones y algunos de sus hijos la aprendimos también, y no tanto por afán de emulación como por natural tendencia, porque esa estela ha ejercido -me consta- una fascinación especial entre muchas personas de una determinada tipología. Y seguía ejerciéndola. Era una especie de victoria sombría, pero victoria al fin, sobre la muerte y sobre la tosquedad prosaica de los que en la piedra funeraria sólo ven piedra. ¿Se trataba de una composición excelsa y de altísima calidad literaria? No, probablemente no. El epitafio respondía a los cánones estándar de la poesía fúnebre de la época, con un comienzo que, con escasas variantes, se repite en casi todos los poemas:
Lo que eres fui, lo que soy será...


Así de sencillo. Y así de emocionante para los chavales de querencia melancólica y sentimental que a lo largo de las décadas se han acercado a esos versos sintiendo un no sé qué de trascendente en las palabras que musitaban con un murmullo ceremonial, como si fueran los versículos de una oración oscura y secreta que alguien desconocido y muy remoto había escrito sólo para ellos.

Pues bien, todo eso ha acabado ya. Para siempre. Ars longa, vita brevis, dice el dicho latino. Aquí el arte, de largura, la justa. Que en habiendo máquinas de derribo tan potentes, ¿a qué tanta pamema de versitos y cursiladas funerarias? Un mazazo y fuera con ello. Y así ha sido. De tal forma se ha hecho que hasta parece una alegoría, un montaje premeditado y de magnífica ejecución, con la estela partida en dos segmentos, el uno sobre el otro, yaciendo en horizontal para que las deyecciones de los pájaros emborronen los versos y el futuro lector tenga que reconstruir mentalmente el desastroso díptico en que lo han convertido. Hemos pasado, de un solo y certero golpe de maza, de la poesía fúnebre a la poesía macabra. Les invito a que bajen a verlo. Merece la pena; pero, sobre todo, da pena.

Hace algunos años -creo que con buen criterio- se retiró de ese mismo panteón una escultura en bronce con el busto togado de don Abelardo. Su valor parece indiscutible y el hecho de que lo hubieran querido robar aconsejaba esa medida. Ahora se puede ver en el Museo del Cerrato de Baltanás. Me parece perfecto. Pero aquí viene lo más significativo del asunto. Se ha salvado la escultura, es decir aquello que tiene valor y precio; pero se ha desdeñado hacer lo mismo con lo que sólo tenía valor, valor sentimental, el valor nebuloso y no cuantificable de las cosas que no tienen cabida en los Mercados ni en los Museos ni en eso que ahora llaman tan pomposamente Centros de Interpretación. ¿Tendrán las autoridades museísticas (o como quiera que se llamen) la deferencia de copiar la endecha y ponerla en las paredes del Museo debajo de la escultura del hombre que la escribió? Seguro que sí. Esos señores son la mar de sensibles. Dicen.

Corren, sí, malos tiempos para la lírica.